La exclusión social puede ser definida como la existencia de barreras que pueden hacer difícil o imposible que alguien participe plenamente en la sociedad. Esta definición es en sí multidimensional, incorporando factores que son completamente ajenos al individuo y otros inherentes a él o ella.
La participación en la sociedad se puede asociar con la satisfacción de las denominadas necesidades básicas: ser, estar, hacer y tener. Si alguna de estas dimensiones no puede ser satisfecha en el corto y largo plazo, por la existencia de algún tipo de barrera, en concomitancia con la satisfacción de las necesidades de los otros, entonces estaríamos en la presencia de un fenómeno de exclusión o no inclusión social.
¿Qué rol tiene el transporte en esto?
Lo usual es postular que una adecuada accesibilidad sería uno de los factores para el logro de la inclusión social. Los hechos muestran que la mera provisión de accesibilidad -construyendo y/o gestionando infraestructura de transporte- no implica que las personas se sientan o estén incluidas o no excluidas. Lo relevante sería saber si las personas tienen acceso a servicios y bienes que efectivamente aportan a su inclusión social, satisfaciendo sus cuatro necesidades básicas.
Lo anterior nos obliga a mirar el problema desde más lejos, ya que no sería sólo un asunto del transporte. Tiene que ver con la calidad de los equipamientos, los bienes y servicios, algo que debería ser una variable de decisión y no un dato, como es el enfoque usual.
En el área de la educación, por ejemplo, hay dos situaciones extremas. Una corresponde a tener muy pocos centros educacionales primarios y secundarios de calidad, que efectivamente aseguren una inclusión social en el largo plazo, concentrados espacialmente, obligando a los estudiantes -y eventualmente a sus familias- a desplazarse largas distancias, con los consiguientes costos sociales: mayor consumo de combustible, mayor tiempo de viaje, generación de externalidades negativas, necesidad de invertir en infraestructura y sistemas de gestión, etc.
La otra posibilidad es tener más centros educacionales de calidad, distribuidos espacialmente, con tal que las necesidades de movilidad sean menores, con una menor presión por aumentos en accesibilidad, ya sea a nivel de infraestructura o gestión.
¿Se han evaluado sistémicamente los dos escenarios anteriores u otros escenarios intermedios o distintos? ¿Cuánto debería invertir el Estado para asegurar -al menos- una enseñanza primaria y secundaria de calidad en nuestras ciudades, con tal que las necesidades de movilidad sean menores, con la consiguiente menor presión para la provisión de accesibilidad? En un esquema educacional de calidad, espacialmente distribuido ¿cuántos serían los ahorros de recursos en el ámbito del transporte asociados a una menor movilidad? ¿y las menores externalidades negativas?
Más aún, bajo la ideología del derecho a elegir libremente, donde la internalización de externalidades negativas es prácticamente nula en nuestro país ¿cuál sería la distribución espacial óptima de una educación de calidad, que asegure inclusión social? ¿qué rol tiene el transporte en ello?
¿Tenemos las herramientas para evaluar la pérdida social asociada a la actual distribución espacial de los establecimientos educacionales, con sus diferentes calidades, respecto a un escenario de distribución espacial óptima de una educación de calidad, desde el punto de vista del transporte?