En los últimos veinte años hemos sido testigos de la implementación de numerosas políticas públicas en el ámbito del transporte, entendiendo para este párrafo que una política pública es “cualquier cosa que el gobierno decida hacer o no hacer”[1]. De entre ellas, ciertamente hay algunas que resultaron bien y otras no tanto.
Si bien sufre de algunos cuestionamientos, lo cierto es que en términos generales se reconoce que el impacto de la Ley de Concesiones de Obras Públicas, puesta en marcha en los ’90, ha sido importante y positivo. A su amparo se ha logrado cambiar el estándar a la Ruta 5 en gran parte de su extensión y a varias rutas transversales, se han creado nuevas conexiones viales, se ha invertido en obras viales puntuales y se ha mejorado el estándar de los principales aeropuertos del país.
La modernización del sistema portuario (ex Emporchi), lograda a través de la creación de las diez empresas portuarias y la introducción de conceptos de competencia en la industria, es también un caso de éxito. En este marco, los puertos han sido capaces de incrementar de manera considerable sus niveles de eficiencia y, sobre todo, han podido absorber los tremendos incrementos de comercio exterior que ha mostrado el país.
El modo ferroviario, en cambio, se ha caracterizado en los últimos años por la implementación de una serie de proyectos de transporte ferroviario de pasajeros que no entregaron los resultados esperados, terminando algunos en estado de (semi) abandono, con una considerable pérdida de recursos públicos y de “prestigio” del modo.
El transporte público urbano de Santiago es, posiblemente, uno de los casos que más insatisfacciones ha traído. En los ’90 se logró hacer importantes mejoras en el cambio del sistema desregulado de los ’80, dando paso a las denominadas “micros amarillas” que permitieron disminuir y mejorar la flota, estabilizar las tarifas y habilitar un primer paso en la formalización de la actividad. Después de eso no hubo mayores cambios en el sistema, hasta el lanzamiento de Transantiago, sistema cuya implementación fue de un nivel tan elevado de trauma que ni siquiera es necesario comentarlo. Si bien se han invertido grandes esfuerzos y recursos en mejorar el sistema desde ese entonces, también es cierto que aún está lejos de convertirse en un sistema “de clase mundial”, como se pretendía con su diseño.
Se ha hecho cuantiosas inversiones utilizando capitales privados y estatales para construir una red de autopistas urbanas en la ciudad de Santiago, todo ello al amparo de la ya mencionada Ley de Concesiones de Obras Públicas.
También se han llevado a cabo grandes inversiones en el Metro de Santiago, extendiendo la red hasta comunas periféricas como Puente Alto y Maipú y completando algunos circuitos de la red más central. La empresa Metro ha mostrado ser muy eficiente a la hora de construir y operar las nuevas líneas, aunque enfrenta evidentes problemas derivados de la alta demanda a la que se ve sometido el sistema en la actualidad, dentro del marco de operación de Transantiago.
La modernización del sistema de control de tránsito, a través de la creación y posterior fortalecimiento de la UOCT, es también un reconocido caso de éxito cuyo valor quedó en evidencia “el día en que el sistema no funcionó”.
En otros ámbitos del transporte urbano se ha regulado el mercado de los taxis colectivos, se ha intentado (sin éxito) regular el mercado de buses rurales, se han materializado numerosos proyectos de ciclovías, se ha establecido un sistema de evaluación del impacto en el sistema de transporte y se han generado esquemas de licitación de vías de transporte público en otras ciudades.
El listado anterior, que no pretende ser exhaustivo, permite ver que el Estado ha estado activo interviniendo los sistemas de transporte y que, como podría esperarse, ha tenido resultados buenos, medianos y malos.
Sin embargo, al mirar estas iniciativas en conjunto, resulta más o menos evidente que no han sido desarrolladas de modo de seguir un “plan maestro” de intervenciones o una “política”, usando ahora una de las acepciones de la RAE: “orientaciones o directrices que rigen la actuación de una persona o entidad en un asunto o campo determinado”.
Y no es que hayan faltado definiciones de política. Sólo para Santiago se han escrito ya varias “Políticas de Transporte”, la última de ellas el PTUS, muy aplaudido por los transportistas y muy poco considerado a la hora de poner en marcha las acciones del Estado. En el caso del transporte interurbano, SECTRA ha desarrollado un Plan de Transporte Interurbano y, más recientemente, una Política de Transporte Interurbano, ambos documentos consensuados técnicamente entre varias instituciones del Estado, pero nunca validadas por la autoridad en ejercicio.
Los biólogos suelen referirse al concepto de “deriva” para describir los fenómenos evolutivos. En un proceso de deriva, los cambios se van sucediendo unos con otros de una manera en que hay una historia que permite relatar qué sucedió, pero no hay un plan subyacente que explique por qué sucedió. Un bote a la deriva por ejemplo, avanza y eventualmente llega a algún lugar, pero sufre un proceso muy distinto al de uno comandado, que zarpa con un destino. Las intervenciones estatales en el ámbito del transporte, parecen estar “a la deriva”, en el sentido de que nadie puede negar que han sucedido cosas (algunas de ellas muy buenas), pero que nadie podría argumentar tampoco que estemos recorriendo un camino trazado con anterioridad para llegar a algún destino.
Los motivos subyacentes son diversos y difíciles de superar, tales como el desacople entre los análisis técnicos y los tiempos políticos (usado ahora como “actividad de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos”, otra acepción de la RAE), la impopularidad de muchas de las medidas propuestas por los especialistas, la incapacidad de estos últimos (¡nosotros!) en encantar a la ciudadanía y, seguramente, muchos otros.
La buena noticia es que parece que se puede. Al menos se puede ver bastante material de países que publican y actualizan frecuentemente sus políticas de transporte y que se apegan razonablemente a ellas. Inglaterra es un ejemplo clásico, que viene publicando políticas de transporte desde al menos los años 50. Esto no quiere decir que el plan trazado en los ’50 siga en curso, por el contario, ha cambiado su foco varias veces: desde construcción de caminos a la seguridad en el sistema y luego a los temas ambientales y luego hacia el desarrollo económico. Otros casos de interés son Australia y Nueva Zelanda, Irlanda, España, Noruega y, un poco más cerca, México y Brasil muestran algunos esfuerzos en el área.
Mi reflexión final es que, si bien se debe reconocer un rol relevante de la autoridad en superar este estado, hay también una gran labor de los técnicos por delante en tratar de encantar a la ciudadanía y a las autoridades para, siguiendo en la metáfora, dibujar y seguir cartas de navegación en los temas de transporte.
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[1] Thomas R. Dye, Understanding Public Policy: An Introduction. 7th ed. (Englewood Cliffs, NJ: Prentice-Hall, 1992)