Es frecuente que, al abordar desafíos del transporte, nuestra tendencia sea proponer soluciones en los ámbitos tecnológicos, de operaciones, diseño de ingeniería y financieros. La discusión sobre las estructuras de los contratos de prestación de servicios -con la excepción de los sistemas de transporte público- se presenta con menor frecuencia que los demás temas mencionados. Se trata de piezas clave para el desarrollo de la infraestructura y la provisión de capacidad para pasajeros y carga.
Casos recientes muestran un marcado desbalance entre las atribuciones del Estado y aquellas de los inversionistas y operadores privados. Cuando el contrato obliga al Estado a mantener infraestructura que el concesionario decide no utilizar, como sucede en algunos casos de ferrocarriles, o cuando no hay una cláusula que obligue a mantener la totalidad de los muelles en operación, como ha ocurrido en puertos, o cuando el espectro radioeléctrico es entregado y no se utiliza por diez años, sin sanción alguna por ello, se debilita el rol del Estado como dueño de los bienes.
Las consecuencias de este desbalance afectan directamente a los usuarios. Primero, porque la oferta es inferior en cantidad -y en ocasiones en calidad- a lo que podría alcanzarse. Además, porque se instala una percepción equivocada sobre las atribuciones, llegando a diluirse la presencia pública en la gestión. Así, las comunidades dejan de tener un vínculo con las instalaciones que, a fin de cuentas, nos pertenecen a todos, aunque temporalmente su administración se haya entregado a una empresa privada. Es posible que esta situación explique en parte el rechazo que enfrentan iniciativas de infraestructura que generarán beneficios objetivos para el país: se ha perdido de vista la condición de instalación pública y la dirección del Estado en su desarrollo.
La primera ola de invitación a la inversión privada se realizó cuando en nuestro país la experiencia en los procesos de concesiones a privados era casi inexistente. Posiblemente por eso, para reducir riesgos, hubo casos en que las exigencias se limitaron, confiando en que las buenas prácticas resolverían el riesgo de deterioro de los servicios.
Es evidente que eso no ocurrió. En la etapa actual se abre una oportunidad única para asegurar que, en las próximas décadas, el Estado recupere su rol de dueño y establezca las condiciones con mayor nivel de exigencia y claridad. Enfrentamos grandes proyectos nuevos en puertos y ferrocarriles, en transporte urbano y en telecomunicaciones. En todas esas áreas ya existe una trayectoria de las respectivas industrias, el sistema financiero puede evaluar cada caso con bastante precisión y los usuarios son capaces de dimensionar los estándares que requieren en los servicios.
Por eso, es un momento apropiado para cambiar los énfasis. En términos simples, se deberían cumplir tres condiciones en cualquier nuevo contrato. La primera, que sea evidente y claro quién es el dueño de los activos, transmitiendo a las comunidades su participación en esa propiedad. La propiedad de los activos debe ser eficaz. El contrato de servicios debe establecer mecanismos de reemplazo en caso de no cumplimiento. Si bien esa condición podría afectar el financiamiento para contratos de largo plazo, un inversionista genuinamente interesado en permanecer se preocupará de presentar una oferta competitiva y hará esfuerzos por mantenerse operando mientras dure su contrato. La amenaza creíble de ser reemplazado cambia la forma de gestionar sus obligaciones.
La segunda es asegurar el uso intensivo del bien que se entrega. Para eso se requiere asegurar que el acceso al bien tenga un valor, y eso obligue a rentabilizarlo una vez obtenido. Es el caso del reciente concurso por espectro radioeléctrico para desplegar la tecnología 5G, se recibieron aportes por US$ 453 millones, mostrando el valor de mercado del bien público y forzando ahora inversiones para recuperar ese monto y más. Lo anterior marca gran diferencia con el mecanismo de acceso al espectro en etapas previas, sin un pago por el bien y sin costo por no explotarlo durante casi una década.
La tercera es la capacidad del Estado para realizar una gestión eficiente, en que además de planificar la secuencia más apropiada de licitaciones en cada sector, pueda contar con las herramientas de control y fiscalización que protejan el interés del país y en particular de los usuarios.
Un equilibrio real entre el Estado, como dueño, e inversionistas privados que financiarán, construirán y operarán, puede determinar un nuevo estándar en la calidad de las instalaciones y especialmente en la preocupación por entregar servicios de alto nivel, beneficiando a los usuarios finales en carreteras, puertos, aeropuertos, transporte urbano y telecomunicaciones.