por Ricardo Hurtubia, Académico UC, Investigador Principal CEDEUS y Socio SOCHITRAN
La administración del segundo período de Donald Trump como presidente de Estados Unidos ha sorprendido al mundo entero por la aplicación de medidas que parecen sacadas de una pesadilla distópica, incluso logrando que su administración anterior parezca moderada en comparación.
La investigación científica en general, y en particular la vinculada movilidad y planificación urbana, no ha sido la excepción. A pocos días de asumir, Trump firmó una orden ejecutiva eliminando el apoyo estatal a cualquier iniciativa que promueva la diversidad, la equidad o la inclusión (la famosa DEI por sus siglas en inglés). Esto derivó en varios proyectos de investigación siendo cancelados, al parecer por la simple razón de incluir alguna de las palabras prohibidas en su título o resumen. Es el caso de Alex Karner, profesor de la Universidad de Texas y que realizó su postdoc en el Centro de Desarrollo Urbano Sustentable (CEDEUS) el año 2015, quien perdió el financiamiento para su proyecto que analizaba la equidad en la accesibilidad a bienes y servicios, un tema de investigación relevante pero que al parecer atenta contra la “libertad” a ojos de cierto sector político. La arbitrariedad de la medida es preocupante, sin precedentes y ataca a uno de los pilares de la investigación científica: la libertad académica. Al mismo tiempo, pone en riesgo el desarrollo de soluciones y políticas públicas orientadas a la mitigación o adaptación para el cambio climático, probablemente el problema más urgente que tenemos como especie, pero considerado un “invento” por un sector político. Esto va más allá de proyectos de investigación puntuales, varias universidades (por ejemplo Harvard) enfrentan demandan absurdas desde el gobierno de Trump, bajo amenaza de perder financiamiento estatal para investigación. No por nada cerca de 2000 miembros de las Academias Científicas Estadounidenses firmaron una carta abierta denunciando este ataque a la ciencia.
Llama particularmente la atención el nivel argumental con que se justifican este tipo de medidas, donde pareciera que decir que algo es woke es suficiente para erradicarlo. Woke es un concepto popularizado por la extrema derecha norteamericana (aunque acuñado en otro lado) para referirse de manera peyorativa a la preocupación por la equidad, el cuidado del medio ambiente y el respeto a los derechos humanos (entre otros temas), que ha sido entusiastamente adoptado por algunos ideólogos locales. Eventualmente, los argumentos bajo esta lógica derivan en que cualquier cosa que no le gusta a cierto sector (por ejemplo una ciclovía o planear ciudades con alta accesibilidad peatonal) es woke y debería descartarse, dificultando el debate y la toma de decisiones basadas en argumentos y datos, algo que claramente no es saludable para el desarrollo adecuado de un país (y menos todavía para sus políticas públicas urbanas).
El escenario es sin dudas preocupante y el futuro en estas materias se ve incierto, especialmente considerando el riesgo de que este estilo de hacer gobierno (y propaganda) se vuelva atractivo para potenciales futuras autoridades en Chile (incluidos los “presidenciables”). La desinformación como herramienta para confundir a la opinión pública y tratar de torcer las políticas públicas no es una novedad, pero el escenario actual da señales de que seguir este tipo de estrategia es conveniente para personas con mucha ambición y pocos escrúpulos. Uno confía, en todo caso, en que Chile tiene instituciones más resilientes, que serán resistentes a esta oleada de populismo anticientífico, pero tampoco son tiempos de bajar la guardia.