Primer acto. La Ley Nº21.088 de Convivencia de Modos tenía como objetivo armonizar el uso del espacio vial entre los usuarios de distintos modos, con especial énfasis en proteger a usuarios vulnerables como peatones y ciclistas. Introdujo por fin la definición de ciclo en el ámbito normativo, y lo diferenció del resto de los vehículos motorizados, entregándole una serie de prerrogativas de operación y diseño que harían aumentar los niveles de seguridad en la vía de estos usuarios. Casi en paralelo, también se aprobó la Ley Nº21.103, que redujo la velocidad máxima de circulación en zonas urbanas hasta los 50 kilómetros por hora. Ciertamente, fines nobles cuyo objetivo era quitarle la supremacía de la calle al automovilista, obligándolo a compartir los espacios viales. Sin embargo, una mala interpretación e implementación de estas leyes llevó a que, en la práctica, el único aspecto fiscalizable por parte del Estado fuera la obligación de que los ciclistas portaran un casco y elementos reflectantes. Ni hablar de las disposiciones que obligan a los automovilistas a compartir la calle, y particularmente la que tiene relación con velocidades máximas, las cuales continúan siendo letra muerta. A todo lo anterior, se suma que la ley que crea un Centro Automatizado de Tratamiento de Infracciones (CATI), que permitiría una fiscalización automatizada para detectar infracciones por exceso de velocidad (antiguamente conocidos como fotorradares), se le quitó la urgencia hace exactamente un año y sigue durmiendo el sueño de los justos en el Senado.
Segundo acto. La pandemia y las cuarentenas implementadas durante los últimos meses vaciaron las calles de vehículos y personas. Quedarse en casa fue la consigna. Esto produjo que los pocos automovilistas que obligadamente debían seguir circulando enfrentaran vías expeditas, libres de congestión y de otros vehículos. Con calles vacías y nula fiscalización de velocidades en la ciudad, el resultado no podía ser muy distinto: los automovilistas fueron aumentando libremente sus velocidades, hasta todo lo que el diseño vial les permitiera hacerlo.
Tercer acto. El término de las cuarentenas y la fase de desconfinamiento hizo que el distanciamiento social fuera un imperativo en esta nueva normalidad. Así, el uso de la bicicleta fue una respuesta un tanto obvia por parte de usuarios que quieren evitan el encierro del transporte público u otros vehículos motorizados. Este fenómeno no es propio de Chile, puesto que el explosivo aumento de los ciclos que se ha visto en los últimos meses ha sido un efecto global. Lo que no ha sido así fue la respuesta por parte de gobiernos y estados: mientras en algunas ciudades, la implementación de ciclovías de emergencia se tomó como una política a nivel sanitario, en nuestro país se dejó solo como una buena intención, traspasándole a los municipios la responsabilidad de materializarlas. Lo que era una buena oportunidad desde el punto de vista sanitario para mantener la distancia social, pero también un posible camino para atraer y consolidar nuevos niveles de demanda ciclista, fue relativamente desperdiciada.
El nombre de toda esta trama es posible encontrarla en la prensa cada vez que ocurre un accidente vial y muere un ciclista, lo cual se ha hecho bastante más recurrente en el último tiempo. Solo durante el primer semestre, tuvimos una lamentable estadística de 61 ciclistas fallecidos, un 32% más en comparación al 2019. Este problema dejó de ser solo un aspecto de seguridad vial, transformándose en otro problema de salud pública. Las posibles soluciones existen, pero continúan estancadas en gran parte por falta de voluntad política. ¿Cuántos ciclistas muertos más vamos a tener que lamentar para tomarnos este problema en serio?