por Felipe Pereira D.,socio
En los últimos años, debido principalmente a la emergencia climática, hemos sido testigos de importantes esfuerzos que permitieron profundizar en la comprensión de la implicancia del sector transporte en la emisión de gases de efecto invernadero, principal causante del cambio climático, y así desarrollar adecuadas formas para su mitigación. La magnitud del problema implicó adoptar la sostenibilidad ambiental como un objetivo de la operación de los sistemas de transporte. Esto se vio favorecido por la comunicación efectiva de las implicancias del fenómeno y ha permitido incorporar a múltiples actores en su discusión, generando una colaboración multidisciplinaria de la sociedad civil, gobiernos locales y central, comunidad científica, entre otros. La convergencia de estos esfuerzos ha posibilitado el desarrollo de metodologías y herramientas que permiten cuantificar el impacto ambiental de las intervenciones en los sistemas de transporte, pero lo que ha sido más determinante, estos impactos han sido incorporados formalmente a los análisis que se realizan para la toma de decisión respecto a inversiones públicas y en la elaboración de planes y políticas de transporte. Junto a lo anterior, la sistematización de conocimiento en esta materia ha impulsado la promoción y concreción de iniciativas de transporte sustentable e incluso la formulación de una Política Nacional de Movilidad Sostenible con el apoyo del programa EUROCLIMA+ financiado por la Unión Europea.
Y si bien la relevancia de las metas de sostenibilidad ambiental ha dado paso a diversas soluciones tecnológicas que reducirían el impacto del sistema de transporte en la emisión de contaminantes, algunas de estas poseen un elevado costo de explotación y por ende su utilización significa un aumento en los costos percibidos por los usuarios. El resultado es que dichas soluciones implican incrementar los costos del sistema completo afectando la tarifa percibida o son soluciones excluyentes que sólo se encuentran disponibles para quienes puedan costearlas y no representan una alternativa para gran parte de la población.
Consideremos por ejemplo una política que favorezca una masiva entrada en operación de vehículos eléctricos. Podría considerarse como una solución ambientalmente sostenible pero que es insuficiente en términos sistémicos si consideramos que, en el caso de la Región Metropolitana, la mitad de los hogares no dispone de un vehículo particular para realizar sus viajes. La operación de vehículos eléctricos actuará exclusivamente reduciendo la emisión de contaminantes de la fuente móvil, lo cual es un objetivo deseable, pero no tendrá efecto positivo alguno sobre otras externalidades vinculadas a su uso, como son el aumento en los tiempos de viaje y la congestión, provocando un aumento en las diferencias entre las expectativas de los usuarios y los niveles de servicio ofrecidos por el sistema de transporte, una alta variabilidad de los tiempos de viaje y haciendo un uso poco eficiente del, cada vez más escaso, espacio vial urbano. En definitiva, estos impactos del uso del automóvil están lejos de ser resueltos mediante un mero cambio tecnológico, de ahí que políticas que restrinjan su uso y favorezcan la operación de modos públicos y no motorizados continuarán siendo requeridas con la misma urgencia.
Así, la bondad de muchos de estos avances han sido promovidos acotando el concepto de sostenibilidad de los sistemas de transporte exclusivamente a su impacto en la emisión de gases de efecto invernadero, sin embargo hoy se ha vuelto fundamental que el concepto de sostenibilidad no quede restringido a un ámbito exclusivamente medioambiental sino que se amplíe también hacia objetivos de sostenibilidad social. Esta transformación de las metas de sostenibilidad ambiental a una cuestión también social nos permitiría una mejor comprensión de otros impactos de los sistemas de transporte en la población y profundizar en cómo el desarrollo de estos sistemas puede amplificar o atenuar tales impactos. Aspectos como la equidad territorial, la equidad en el uso del espacio vial urbano, la experiencia de viaje y cuánto gastan los hogares en transporte, por nombrar algunos, se han mostrado como exigencias que deben ser incorporadas de manera formal en el análisis habitual de nuestros sistemas de transporte.
Hoy en día existen desarrollos vinculados a definir explícitamente estos impactos y a establecer métricas e indicadores que permitan monitorearlos, valiéndose del amplio desarrollo cuantitativo ya instalado que nos ha permitido estimar y predecir con destacable rigurosidad las variables tradicionalmente asociadas a la eficiencia de los sistemas de transporte. Pero, al igual que con los impactos medioambientales, alcanzar las nuevas metas que nos impongamos requiere primero de la comunicación efectiva de las implicancias de conseguir estos objetivos y del reconocimiento transversal de su importancia, pero dependerá fundamentalmente de su incorporación formal tanto en los procesos de toma de decisión de inversiones en transporte y como en los requeridos para la formulación de planes y políticas vinculadas al sector.